Un hombre camina con las manos en los bolsillos del pantalón sobre lo que parece un puente. Camina hacia el extremo oscuro del puente con la cabeza colgándole del cuello. En realidad no es un puente, sino una de esas embarcaciones de dura madera que todos los días transporta vehículos de un extremo a otro en el estrecho de Tiquina, en el Lago Titicaca. Mirándolo bien, tampoco me parece que sea un hombre, más parece un fantasma.
A trescientos metros de ese lugar, a la misma hora, doce días después de que fue tomada la fotografía, seis personas murieron ahogadas en las gélidas aguas del Lago Sagrado cuando la lancha en la que cruzaban el Estrecho chocó con otra embarcación que circulaba en sentido contrario.
Cuando el viento frío me golpeaba la cara en el estrecho de Tiquina no podía dejar de pensar en cuáles serían las acciones que debería realizar en caso de que suframos un percance similar al padecido por las lanchas El Mercurio y El Cisne.
Siempre me pasa lo mismo cuando cruzo el Estrecho o cuando subo a algún avión. Intento preveer cómo esquivar a la muerte, identificando las salidas de emergencia convenciendome que no todos los aviones terminan en llamas luego de un panzazo.
En Tiquina me hago la idea de que mi corazón sobrevivirá a los nervios y al agua fría. No es suficiente saber nadar, también hay que aligerarse de ropa antes de que el agua la haga mortalmente pesada.
En el resto de las circunstancias a las que me enfrento, es distinto, espero a la muerte, no haciendo otra cosa que vivir.
“Ser inmortales y después morir”, frase de Borges, me dicen, supongo que es cierto.
A trescientos metros de ese lugar, a la misma hora, doce días después de que fue tomada la fotografía, seis personas murieron ahogadas en las gélidas aguas del Lago Sagrado cuando la lancha en la que cruzaban el Estrecho chocó con otra embarcación que circulaba en sentido contrario.
Cuando el viento frío me golpeaba la cara en el estrecho de Tiquina no podía dejar de pensar en cuáles serían las acciones que debería realizar en caso de que suframos un percance similar al padecido por las lanchas El Mercurio y El Cisne.
Siempre me pasa lo mismo cuando cruzo el Estrecho o cuando subo a algún avión. Intento preveer cómo esquivar a la muerte, identificando las salidas de emergencia convenciendome que no todos los aviones terminan en llamas luego de un panzazo.
En Tiquina me hago la idea de que mi corazón sobrevivirá a los nervios y al agua fría. No es suficiente saber nadar, también hay que aligerarse de ropa antes de que el agua la haga mortalmente pesada.
En el resto de las circunstancias a las que me enfrento, es distinto, espero a la muerte, no haciendo otra cosa que vivir.
“Ser inmortales y después morir”, frase de Borges, me dicen, supongo que es cierto.